¿Quieres casarte conmigo?

Pues al final lo publiqué. Fue más bien sin querer, pero lo publiqué y vista la alegría que os ha dado a los que lo habéis leído, me habéis incitado a seguir escribiendo así que… ¡allá voy!

No voy a contar nuestra historia de amor. De eso ya se encargó uno de mis mejores amigos el día de la boda y yo sería incapaz de contar un cuento más bonito. Si acaso, cuando consiga su discurso, lo publico (chiqui, desde aquí hago un llamamiento para que me lo pases de una vez! :P).

Lo que me apetece contaros es el paso de un noviazgo a un compromiso y de éste, a un matrimonio y para eso voy a empezar por el principio…

Todo empezó mas o menos un año antes del 13M. Creo que fue un jueves de mayo por la noche, cuando mi chico, que llevaba ya tiempo viendo vuelos para ir a Nueva York, encontró unos que estaban muy bien de precio. Era una ilusión que teníamos en común prácticamente desde que empezamos a salir. Viajar y conocer mundo es algo que nos apasiona y Nueva York era una espinita pendiente que teníamos desde hacía tiempo.

El caso es que yo me sentía un poco mal por gastar parte de nuestros ahorros en un sólo viaje pero por otra parte, me moría de ganas. Total, que compramos los billetes y acto seguido empecé a llorar como una tonta debido a mi debate interior. Debate que, como comprenderéis, al día siguiente había olvidado y sólo quedaban en mí las ganas de que llegase el 27 de agosto para poner rumbo a New York con mi chico. Y si llego a saber lo que él tramaba desde ese mismo momento, ya os digo que los lloros hubiesen sido por otro motivo, jajaja.

La verdad es que recuerdo esas vacaciones como las mejores que he tenido con él. No sólo por el viaje, sino también los días previos, preparándolo todo. Pasaportes, check in, ropa, maletas…  Esa ilusión antes de un viaje es también parte de él y a mi me encanta disfrutarlos!

La ciudad de los sueños, la Gran Manzana, el escenario de tantas y tantas películas y libros con los que tantas horas habíamos pasado.... Vimos sus rascacielos, su skyline, su Rockefeller Center, su Empire State Building, subimos a su Top of the rock, vivimos su típica tarde en la feria de Coney Island, flipé con la Estatua de la Libertad, caminamos por Central Park, sufrimos la locura de Times Square, cruzamos el puente de Brooklin, de noche y de día,  paseamos por el Soho, descubrimos sus contrastes, me emocioné con una carrera de niños en plena Quinta Avenida, gritamos cuales locos con la música del “Café Wha”, jugamos a los Cazafantamas, me hice fotos frente al edificio de “Friends” y las escaleras de “Gossip Girl”, recorrimos el Estado de una punta a otra con un Jeep, nos empapamos en las Cataratas del Niagara, nos adentramos en Watkins Glen metiéndonos de lleno en una peli de sábado por la tarde de Antena 3, compramos, compramos mucho, pero sobretodo, la vivimos. La vivimos y la explotamos al 200%.

Uno de nuestros últimos días allí, las noticias comenzaron a anunciar la proximidad de un tornado en la ciudad y nuestro plan era visitar Coney Island, una zona costera de Nueva York a la que al día siguiente iban a prohibir el acceso a las playas por la posible peligrosidad del tornado, por lo que decidimos, a propuesta de mi chico, cambiar de planes: visitaríamos ese mismo día Coney Island y haríamos un picnic en Central Park en nuestro último día en la ciudad de los sueños.  

El domingo 4 de septiembre, cuando ya habíamos visitado todo lo “importante”, buscamos un sitio de comida para llevar cerca de Central Park, lo que se convirtió en casi misión imposible. Yo “sufro” de tensión baja y, el calor, el cansancio y el hambre no son mis aliados en esos momentos. Cuando por fin conseguimos encontrar un sitio en el que nos dieran dos trozos de pizza, unas patatas y fruta, nos dirigimos con nuestro picnic a Central Park. Central Park es grande. Muuuy grande. Y a mi queridísimo novio no se le ocurrió otra cosa que buscar un sitio “muy chulo” (far far away) que había visto el primer día que llegamos. Como os podéis imaginar, mis síntomas de tensión baja aumentaban por segundo y mi cara de mala leche empezaba a aflorar. ¡Sólo quería sentarme en el césped y comer!

Fue comer y volver a ser yo. Nos tumbamos abrazados en el césped y en ese momento mi chico empezó a ponerse romántico. No decía nada que no me hubiese dicho ya antes pero estaba más cariñoso que nunca. No contaré lo que me decía porque eso me lo quedo para mi para siempre pero de repente, hizo que me incorporara un poco para sacar algo de la mochila que nos hacía de reposacabezas. Sacó una cajita cuadrada, envuelta en papel de regalo y empezó a abrirla.

¿Sabéis eso que pasa en los dibujos animados cuando algún muñeco se vuelve loco, que empiezan a girarles los ojos y la cabeza como si algo se hubiese apoderados de ellos? Pues así estaba mi mente en ese momento. “¿lo que va a sacar es un anillo?, No, no puede ser. Espérate que te estás haciendo ilusiones (#ymeestanquedandopreciosas), ¿en serio va a sacar un anillo? Madre mía, ¡que sí que es! No me lo puedo creer… ¡¡ES UN ANILLO!!! ¡Se ha vuelto loco! ¿Cómo le puedo querer tanto? ¿Estará seguro de esto?

Del “¿quieres casarte conmigo?” ni me enteré pero la respuesta la tenía clarísima. Creo que dije que sí. En mi mente al menos, lo hice, pero no soy capaz de recordar si lo dije en voz alta o no. Sólo alcanzo a recordar que empezaron a salirme lágrimas sin querer. Quería abrazarle, sentir cómo iba su corazón a mil por hora y no soltarle jamás. Me acababa de pedir matrimonio, justo como a mi me hubiese gustado. Solos y a la vez rodeados de gente desconocida que no tenía ni idea de que aquella pareja que estaba allí medio tumbada estaba viviendo uno de los momentos más bonitos de sus vidas... Era la mujer más feliz del mundo.

Había comprado el anillo en Denia durante la semana de los preparativos del viaje, sin que yo me diera cuenta. Lo había guardado muy al fondo de la maleta, lo escondió nada más llegar a nuestro apartamiento en Nueva York y lo había vuelto a sacar para meterlo en la mochila que llevábamos ese 4 de septiembre, asegurándose de que yo no la abriera en todo el día para no aguarle la sorpresa. No se lo había contado a nadie, lo había elegido él solo y viendo el anillo, os aseguro que me conoce como nadie.  

El anillo, como a casi todas os habrá pasado, me venía enorme y lo de pasearlo por la Gran Manzana no era lo que más emoción le causaba a mi futuro cónyuge. Más bien lo contrario, vivía en un estrés permanente por si se me caía o enganchaba en algún sitio, así que, muy a mi pesar, lo volví a guardar en su cajita hasta que me hicieran el de mi talla. No sin antes, eso sí, hacerme mil y una fotos con él.

Obviamente no íbamos a contar por whatsapp un notición como ése, así que estuvimos dos o tres días guardando nuestro secreto y contra todo pronóstico, fue una sensación increíble. Solos él y yo, en Nueva York, comprometidos y sin nadie que lo supiera…

Nueva York fue, sin duda, el viaje de nuestras vidas.

Os voy a contar una cosa que no he confesado nunca a nadie. Cuando cojo el avión, el coche o cualquier medio de transporte que me lleva de vuelva a casa, lo último que hago es despedirme del lugar y darle las gracias por las experiencias vividas allí. A Nueva York sólo le di las gracias. Nunca me despedí. Me traje conmigo la sensación de volver y revivir esos momentos maravillosos. Y quizás, algún día, vayamos con nuestros hijos al mismo lugar donde sus padres se prometieron...


#queestoquedeentretuyyo







Comentarios

Entradas populares